Don Ataulfo, de profesión notario, tiene un hobby secreto al que ha dado rienda suelta desde que comenzó esta pandemia. Antes, hace años, lo practicaba solo de vez en cuando y a pequeña escala. No por falta de ganas, más bien por falta de herramientas, ya que, al no contar con los dispositivos actuales, le era difícil desarrollar su magnífica afición. Parece que las han creado para mí, para que pueda entregarme de lleno a este increíble y divertido pasatiempo, se dice todos los días, encantado de la oportunidad que la tecnología y las redes sociales ofrecen a gente como él: creadores de bulos.
Don Ataulfo comenzó muy joven a desarrollar este interés. Buen estudiante, hijo y nieto de notario, nadie dudaba de la veracidad de sus palabras, así que Ataulfito inventaba algún bulo un par de veces al año y lo hacía correr como la pólvora.
En aquella época, la mejor manera de propagar un chisme era contarlo como si no lo estuvieras haciendo. El primer paso consistía en encontrar la presa idónea: el vecino más cotilla del barrio. El segundo, acercarse a él lo suficiente como para darle la oportunidad de escuchar retazos de una conversación ficticia mantenida con un interlocutor imaginario situado en algún lugar que no llegara a alcanzar con su mirada fisgona. Lo tercero y más excitante era la interpretación: después de atisbar a todos lados con falso disimulo, Ataulfito comenzaba diciendo: “Te lo cuento pero, por favor, que de aquí no salga. Esto es muy grave”. Y, con eso, ya estaba todo listo; cualquier patraña que inventara a continuación tardaría menos de una semana en recorrer la ciudad entera y regresar a sus oídos por la vía más insospechada.
Cuando, algo más tarde, siguió la tradición familiar y aprobó las oposiciones a notario, el placer de cada invención se multiplicó por mil. Ataulfito pasó a ser Don Ataulfo y se convirtió en un testigo de fe o fedatario público que garantizaba la legitimidad de las cosas y proporcionaba a los ciudadanos la seguridad jurídica en el ámbito extrajudicial. Sus actos se invistieron de presunción de verdad. ¡Qué maravilla! ¡Y qué provocador!
Mentir como quien no quiere la cosa en asuntos triviales se convirtió en una auténtica pasión para Ataulfo.
Pero ha sido ahora, con las redes sociales, esta pandemia y todo el tiempo libre, cuando ha logrado llegar a ser un auténtico maestro del engaño.
Hace tiempo que ya no es necesario disimular. Ahora lo que se premia son los bulos y las frases hirientes, casi vejatorias, que se lanzan desde parapetos virtuales para que otras hienas, mucho peores que los creadores de las infamias, dediquen su tiempo a expandirlas.
Don Ataulfo puede dar fe de ello. Por eso, ha abierto varias cuentas falsas en diferentes redes sociales con el fin de hacer llegar al mundo noticias increíbles.
Nunca fue de insulto fácil hacia alguien concreto. Más bien prefiere centrarse en la burla a los crédulos.
Para su primer bulo se esmeró en seleccionar al público perfecto. El pulso le temblaba mientras escribía el twitt con el que convenció a millones de chinos, dispuestos a limpiar su nombre, de que Castilla-La Mancha recibe ese sobrenombre, la mancha, por considerarse el punto de origen del Covid-19, ya que el propio Tasuku Honjo, nobel de Medicina, confirmaba que el coronavirus fue creado por un manchego llamado Alonso Quijano que mantenía contacto con una empresa de distribución china.
¡Qué alegría cuando recontaba los millones de retwitts! ¡El corazón a punto de salírsele por la boca!
Poco después, con la tiritona del yonki, convenció a los seguidores de Facebook de que consumir alimentos alcalinos inmunizaba contra en Covid-19. Poco a poco fue adornando el bulo hasta conseguir que el mundo entero chupara pilas de ánodo a cátodo.
Con la risa floja cimbreándole el cuerpo, persuadió a millones de personas a realizar un test casero sobre el Covid-19 en el que proponía alimentación a base de alubias con chorizo. Si en la expulsión de gases intestinales posterior a la ingesta, las pituitarias detectaban ciertos olores, el resultado del test era negativo, puesto que el coronavirus priva a los enfermos del sentido del olfato.
Las latas de fabada desaparecieron de los estantes de todos los supermercados del mundo.
Después se aventuró y lanzó algo mucho más arriesgado: la RAE obligaba a colocar siempre tilde en la palabra “solo”. ¡El caos fue tremendo! ¡En este confinamiento, el que estaba solo en realidad estaba sólo!
Un par de semanas más tarde aseguró que la disminución del número de contagios en china se debía a las magníficas propiedades del ajo. Garantizó que no bastaba solo con hervir ocho dientes y tomárselos picados junto a siete tazas del agua hervida sino que, además, era imprescindible colocarse una ristra de esta especie liliácea alrededor del cuello para espantar al virus. En 48 horas, las ristras de ajo fueron el complemento más publicitado por diferentes marcas de moda. Las mayores influencers lanzaron vídeos en sus canales de youtube donde combinaban su ristra con el bolso y los zapatos. ¡Un éxito!
Pero todo le sabía a poco a nuestro Ataulfo. Necesitaba más, anhelaba dar un golpe final y maestro: engañar con la patraña más inverosímil al hombre más poderoso del mundo.
Durante días elaboró las más inteligentes y sutiles estrategias de engaño, envió mensajes en diferentes idiomas, inventó nombres y profesiones fantasma y, con los nervios a flor de piel, se sentó frente al televisor para escuchar cómo el mismísimo Donald Trump proponía combatir el coronavirus con inyecciones de desinfectante o proyecciones de luz dentro del cuerpo humano.
¡Ay, qué feliz fue en ese momento nuestro querido Don Ataulfo, de profesión notario!
¡Cuidado! ¡Ataulfo ya no puede parar!
