Rutina Pérez se siente un tanto descolocada. Esto de la pandemia no entraba en sus planes. Ni la pandemia ni enamorarse de Fernando Simón.
No lo buscó, simplemente ocurrió y no pudo evitarlo. Cada vez que lo ve en la pantalla de su ordenador con el pícaro azul de sus ojos coronado por ese par de cejas rebeldes, el corazón comienza a tiritarle. Y esa voz, esa voz entre el susurro y la confesión la vuelve tan loca que si él se lo pidiese sería capaz, incluso, de acostarse media hora más tarde de lo establecido en su costumbre diaria.
Todo comenzó con el teletrabajo.
El primer día y como cada mañana, Rutina se despertó a las siete en punto. Pasó al baño, orinó, se desnudó, abrió el grifo de la ducha, se pesó, y entró a lavarse. Lunes, no toca pelo. Se vistió con la ropa de los lunes de marzo, desayunó lo mismo que desayuna cada mañana de invierno, se lavó los dientes, se maquilló, se colocó el abrigo y se quedó de pie junto a la puerta de su apartamento. ¿Qué hacía ahora con esos cuarenta y cinco minutos sobrantes? Con un sabor acre en la boca, bajó al garaje y se sentó a bordo de su coche. Metió la llave en el contacto, pero no la giró para poner el motor en marcha.
¿Para qué?
La pierna derecha tamborileando.
La radio se encendió por la misma emisora de siempre con la noticias matinales. Las voces de los periodistas, los políticos y los tertulianos le rasgaban los tímpanos.
El repiqueteo de la pierna cada vez más insistente. ¿Qué le estaba ocurriendo? Necesitaba algo que amainara su desazón, pero ¿qué?
De pronto, de entre todos los chillidos estridentes surgió la voz de la templanza. Un tal Fernando Simón, médico epidemiólogo, director desde 2012 del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, especialista de los especialistas, le explicaba a ella, y solo a ella, todos los avatares de esta terrible pandemia.
Tomó el móvil y con dedos temblorosos escribió el nombre del propietario de esa voz embaucadora. Un rostro entrañable inundó la pantalla. Por un segundo lo confundió con Clint Eastwood en Los puentes de Madison y no pudo evitar imaginar su pelo empapado por la lluvia.
Comprobó la hora. Todavía no habían pasado los treinta y cinco minutos que dura su trayecto diario a la oficina.
Respiró hondo antes de abrir la puerta y apearse del coche. Debería establecer una nueva rutina y quedarse en un coche que no la llevaría a ninguna parte no era un buen camino.
Entro en su apartamento, se sentó en el escritorio y abrió su portátil. No, hasta las nueve en punto no entraría en la web de la empresa.
Qué difícil es improvisar y no seguir una rutina, se dijo Rutina.
Pero algo tenía que hacer.
Abrió la página de Youtube y buscó vídeos sobre su nuevo… amigo. Escuchó el timbre de su voz, sus siseos, sus giros lingüísticos, sus silencios.
Le ayudó a no sentirse tan perdida.
La siguiente mañana estudió de nuevo sus comparecencias, leyó sus declaraciones, contempló sus fotos y suspiró descontrolada.
Pero fue capaz de ir ordenando sus horas.
Y así es cómo Fernando Simón empezó a ser su primer contacto de las mañanas, su nueva rutina diaria.
Rutina se acostumbró a no salir a la calle más que para ir al supermercado los sábados por la mañana, a establecer su nuevo horario con el teletrabajo, a realizar tareas domésticas, a leer, a aplaudir en el balcón, a leer el relato diario, a ver series novedosas en el televisor y a pensar en todo momento en Fernando Simón.
Por fin se ha hecho a su nueva rutina. Lo tiene, otra vez, todo controlado.
Ella y Fernando, Fernando y ella.
Pero, de pronto, él quiere que todo cambie otra vez. Propone una desescalada a través de una serie de fases. ¿Qué fases, Fernando? ¿Es que quieres dejarme?
Rutina siente que se avecinan el caos, la anarquía, la guerra, la rebeldía y la revolución. Y no puede consentirlo. No puede volver a perder el norte, a no saber qué le toca hacer en cada instante. No puede perderle a él, ni esos momentos que pasan juntos cada mañana.
Debe retenerlo, dejar las cosas como están.
Le gustaría parecerse a su hermana Improvisación e improvisar algo ocurrente que retenga su nuevo día a día.
Y entonces ocurre, Fernando se atraganta ante las cámaras con una almendra. La angustia por que vuelva a caer en la terrible enfermedad le corta el aliento. ¿Qué haría sin él? No puede ni imaginarlo.
La tensión la acompaña el resto del día hasta que vuelve a verlo y él, sonriendo, le dice que no se preocupe, que hoy no ha comido almendras, que todo era una falsa alarma.
Y vuelve a hablarle de las fases. Esta vez con su habitual ternura. Sin prisas, sin agobios.
—Solo pasarás de fase cuando estés preparada para ello —le dice—. Sin miedos, con tiempo suficiente para crear nuevas rutinas.
Rutina cierra los ojos y sonríe. Si Fernando le dice que puede salir a caminar o a hacer deporte, lo hará. Si le dice que se ponga mascarilla, se la pondrá. Si le pide que mantenga distancia social, la mantendrá.
Lo hará porque ha comprendido que es la única salida. Y porque necesita volver a reconstruir ese esqueleto ordenado que se le había desmoronado.
Y cada tarde, a eso de las ocho y cuarto, Rutina pasea bajo su máscara cumpliendo con toda la normativa. Probablemente te la cruces uno de estos días. La reconocerás porque en su mascarilla lleva la imagen de su amor.
Gracias, Fernando Simón, por guiarnos a todos en la escalada y la desescalada.
