Menos mal que le encanta la bici. Desde que se ha convertido en repartidor a domicilio no ha parado de hacer kilómetros por el asfalto.
Esa es la pega. Él prefiere los montes, la tierra, el barro. Pero mejor el alquitrán que nada. Al menos puede sentir el aire fresco en la cara, las gotas de lluvia rebotando sobre su casco, el calor del sol pellizcándole la piel, el olor a primavera avasallándole desde primera línea, y el silencio.
La calma de la ciudad vacía es abrumadora. Esta pandemia ha traído mucho sigilo a las ciudades. Ya no hay tráfico, ni conversaciones por las calles, ni risas. Ahora todo ocurre dentro de las casas, que es a donde él llega con los pedidos.
Los primeros días todo va más o menos normal. Recoge la mercancía, estudia la dirección buscando el camino más corto y se pone en marcha. Esquiva el tráfico con su bicicleta hasta llegar a su destino, llama al telefonillo, se identifica, le abren. Espera al ascensor, pulsa el botón del piso correspondiente, busca la puerta donde debe finalizar la entrega y toca el timbre. La gente todavía no está asustada. Sí, hay algunos casos en España, pero seguro que no llegarán más. Eso es algo de los chinos. Y de los italianos. Bueno, esos están más cerca. Pero no, seguro que aquí no llega.
Poco a poco, el tráfico desaparece y los pedidos aumentan. La gente ya no puede salir de casa pero sigue bien. Algo más escrupulosa, pero bien.
—Buenas, soy el repartidor, le traigo su pedido.
—Muy bien, te abro. Sube. Cuando llegues llama al timbre con el pie, no quiero que toques nada.
—Señora, llevo guantes.
—Sí, a saber qué habrás tocado con esos guantes.
Deja la pizza en el suelo y la clienta no pone ninguna pega.
Los músculos de las piernas se le están convirtiendo en auténticas piedras. Lo peor son los hombros. A veces la mochila pesa demasiado.
—¿Cuánto me cobras por tu mochila?
—La mochila no está en venta. Puede conseguir mochilas térmicas por internet. Pida una y yo se la entrego aquí mismo. Por cierto, aquí tiene su compra.
—Ya… ¿Y si te doy 100 euros?
—¿Dónde se la dejo?
Al volver inventa que le ha asaltado un loco y le ha robado la mochila.
Le cuelgan otra, no están para perder clientes.
Pedalea flotando por la ciudad. Además de la nueva mochila le han dado mascarilla y guantes. En el trayecto puede hacer lo que quiera, pero para las entregas debe llevarlos puestos.
—Buenas, le traigo su pedido.
—Suba. No llame al timbre, le estaré esperando.
Entra en el ascensor con los guantes de látex y la mascarilla puestos.
—¡No te muevas! —le dice una voz desde el interior de una escafandra de buceo de cuerpo completo en cuanto sale del ascensor—. ¡Deja la mercancía ahí mismo y retírate, por favor! Voy a desinfectarla con un bactericida que podría ser nocivo para tu salud.
De nuevo dándole al pedal. La brisa en la cara. Sin mascarilla. Antes del confinamiento la llevaba a en cuanto empezaba su turno, por la contaminación. Se la quitaba cuando llamaba a los telefonillos.
El mundo al revés.
Se cruza con otro como él. Lo saluda con la mano. Y otro. Y otro más. Uy, juraría que aquel es el tipo que le compró la mochila el otro día. Lleva ropa de ciclista. Ese está haciendo deporte, no tiene pinta de necesitar ese curro para sobrevivir.
Otro reparto, otra dirección. Esta vez un chalé apartado.
—Buenas, le traigo su pedido.
—Pasa al jardín, te estaba esperando…
Un sonido le indica que la verja metálica está abierta. La empuja. Un perro enorme le espera al otro lado con los colmillos fuera. Gruñe. Inclina ligeramente el cuerpo hacia delante con rigidez, la cola baja, tiesa.
—No tengas miedo, no hace nada.
—Bueno… no se lo hará a usted.
Se agacha muy despacio para dejar el pedido sobre el césped.
—¡No lo dejes ahí! ¿No ves que se lo comerá el perro?
A la voz de su ama, el chucho comienza a ladrar. Salta hacia su presa justo cuando este cierra la puerta metálica y el perro gime. Enseguida se calma con la cena de su dueña.
—¡Que sepas que voy a llamar para poner una queja!
Escucha que le grita antes de doblar la esquina.
Otra entrega.
—Le traigo su pedido.
—Te abro.
Esta vez sube andando, son solo dos pisos y la carga no pesa.
—Hola —le dice un chico de su edad desde detrás de una mascarilla. Ojos preciosos.
—¿Te lo dejo aquí? —pregunta él desde detrás de la suya.
—Perfecto, sí, ahí está bien —dice después de retirarse la máscara. Sonrisa perfecta—. Muchísimas gracias.
—De nada, no hay de qué. —sonríe también.
—Bueno…
—Bueno, sí. Me voy.
—¡Oye! —le grita el cliente en cuanto se pierde por la escalera.
—¿Sí? —pregunta reapareciendo en el rellano.
—Si mañana vuelvo a pedir algo, ¿también me lo traerás tú?
—Puedo intentarlo.
—¡Perfecto! Mañana encargaré cena japonesa.
Baja la escalera sonriendo tras la tela de su mascarilla.
Ya queda menos para la tercera fase. Tal vez, entonces, la cena japonesa sea para dos. Algunos días, el trabajo de repartidor a domicilio le gusta más que otros.
