Crecí con esta frase en boca de mi madre: la vida del feriante es apasionante.
Y sí que lo es.
Conozco todos los pueblos y ciudades de España, los he recorrido de norte a sur y de este a oeste.
Nací a bordo de una caravana cargada con todos los utensilios de un puesto de tiro al blanco.
Recuerdo mi infancia rodeada de muñecos de peluche grandes y pequeños, bolsitas de regalos SORPRESA, mecheros, radios chiquitillas, auriculares, chuches… Cualquier cosa que pudieran ganar los tiradores que se acercaban a nuestro puesto a probar suerte con las escopetas de balines que yo me encargaba de limpiar y mantener siempre a punto.
Cuidado con las armas que las carga el diablo. Esa era otra de las frases de mi madre; una frase sabia.
Una tarde, a mis ocho años, olvidé comprobar si había balín en el cargador de una de las escopetas y me volé el dedo pequeño del pie derecho. Es una herida de guerra, una marca distintiva, y estoy orgulloso de ella.
Afirmo, sin ningún tipo de pudor, que soy uno de los mejores tiradores del mundo. Lástima que el tiro al blanco en parada de feria no sea un deporte olímpico, que si no…
Aprendí a tirar siendo muy niño.
Cada vez que un cliente se cabreaba por no dar al blanco y gritaba que había truco y que le devolviéramos el dinero, mi madre me hacía salir de detrás del mostrador.
Dele al chiquillo la escopeta y dígale a qué muñeco está apuntando. Verá cómo lo tumba.
¡Y vaya si lo tumbaba! ¡Lo dejaba bien muerto! Como también decía mi madre: no dejaba títere con cabeza.
A nuestra parada de tiro al blanco se acercaba mucha gente. A papá se le ocurrió disfrazar a los muñequitos que servían de diana de políticos, futbolistas y faranduleros.
¡La gente hacía cola para disparar a Franco! ¡O a Felipe González! ¡Incluso a la Jurado!
Yo sigo haciendo lo mismo. Ahora, incluso, los disfrazo de influencers. Hay que adaptarse a los tiempos y darle al público lo que pide.
Aunque a partir de marzo empieza la época buena del año para las ferias, desde que apareció esta mierda del coronavirus las han cancelado todas, así que me he venido a casa. Ya no tengo edad de pasar tantos días encerrado en una caravana.
Compre con mis ahorros un pisito en la ciudad. Es modesto y chiquitillo, pero no necesito más. Los meses de invierno, esos en los que no hay casi ferias, los suelo pasar aquí, aunque muchos días me voy a la caravana a convivir con mis famosillos de cartón que, desde que murieron mis padres, son mi única familia. Cargo la escopeta y les disparo. Luego los reparo y reconstruyo para volver a darles vida. No dispararles es dejarlos morir.
Pero ahora ni siquiera me permiten desplazarme hasta el garaje donde tengo guardada la caravana. ¿Quién se ocupará de mis compañeros de vida?
Lo mejor del pisito es el pequeño balcón. Justo enfrente hay otro edificio como el mío, lleno de balconcitos. Siempre los he visto cerrados y vacíos, pero ahora, todos los días, a las ocho en punto, se llenan de gente que sale a aplaudir.
No los veo bien, solo distingo los contornos y escucho las palmas. Las luces del interior de las casas les borran las caras y los dejan en una silueta movible. Son desconocidos.
¡Cómo me recuerda ese momento a mi feria! Gente anónima pasándolo bien.
Pero ayer fue diferente.
Ayer cambiamos la hora y, cuando salí al balcón, todavía era de día.
Pude verlos a todos.
¡Ay, cómo se parecían a mis muñequitos! ¡Mira, si ese es igual que Pedro Sánchez! ¡Y ese se parece a Abascal! ¡Y aquella a Belén Esteban! ¡Y esos dos son Malbert y Loveyoli compartiendo terraza!
Qué solitos estaban, sin nadie que los tuviera en su punto de mira.
Menos mal que estoy yo aquí para cuidarlos.
Llevo toda la mañana limpiando una de mis escopetas, poniéndola a punto. Esta tarde, a las ocho, no voy a dejar títere con cabeza.
¡Viva la feria!
