Perpetua es una viajera compulsiva.
Debe ser por el nombre.
Cadena Perpetua, la llamaban en el colegio. ¿Otra vez castigada, Perpetua? Pues vas a tardar mucho tiempo en salir de aquí, le decían sus profesores, ¿Es que no te puedes estar quieta?
Y la verdad es que no; no podía estarse quieta. Le faltaba aire si se sentía encerrada. Necesitaba moverse, descubrir espacios nuevos, caminar, conocer gente…
Desde hace años, todos los fines de semana sale, aunque sea de excursión. Al menos, dos al mes duerme fuera de casa, en algún pueblo cercano. Una vez al trimestre, aprovechando puentes, se marcha durante tres o cuatro días a conocer alguna ciudad o país cercano nuevo y, una vez al año, se embarca en un viaje largo durante su mes de vacaciones.
Pero desde que comenzó el confinamiento, el viaje más largo que ha realizado es al supermercado que está justo debajo de su casa. Ya podían haberlo abierto a cinco o seis manzanas; por lo menos podría caminar un poco.
Le quedan las fotografías, las fotografías y los vídeos de sus escapadas, pero no es lo mismo. Echa de menos la ilusión de buscar el siguiente destino, de planificar el desplazamiento, de comprobar la climatología, de hacer cuentas para decidir cuánto dinero se puede gastar, de buscar alojamiento, de programar la estancia y, sobre todo, de hacer la maleta.
Le encanta el momento en el que decide qué llevar y, sobre todo, hacer que abulte lo menos posible sin que le falte de nada. Doblar las prendas con cuidado, siguiendo de forma escrupulosa el Método KonMari, se ha convertido para Perpetua en algo relajante. ¡Es capaz de plegar un plumas de los grandotes y dejarlo del tamaño de una pelota de tenis!
¡Bueno! ¡Ya está bien! ¿Por qué no va a seguir haciendo eso que tanto le gusta? ¡No, señor! ¡No va a permitir que este maldito confinamiento la sumerja en tristeza y enfado! ¡Va a viajar! ¡Aunque sea quedándose en casa!
Saca el mapa de España. Esta vez se la juega. Cierra los ojos, mueve la mano, apunta con el dedo y señala un lugar a boleo.
¡Qué nervios!
Abre los ojos y descubre su próximo destino: Cantavieja, en Teruel.
Muy bien, no lo conoce.
Abre el portátil y teclea el nombre del pueblo.
Mmmmm… Es un pueblo pequeñito y con historia, de los que le gustan. A unos 400 kilómetro de distancia, no está mal. Las fotos son preciosas, qué suerte, podía haberle tocado un lugar horrible.
Durante las siguientes dos horas traza una ruta de viaje. Elige dónde va a dormir, qué es lo que quiere ver dentro del pueblo, qué excursiones va a hacer por los alrededores, y en qué restaurantes va a comer. Incluso escoge el menú.
Por fin llega el momento de preparar la maleta. Llevará una pequeña.
Comprueba el tiempo en Aemet. ¡Uy! ¡Este fin de semana le va a llover! ¿Y dónde no? Además va a hacer fresquete. Bueno, no importa, en peores plazas hemos toreao.
Anota en un papel la ropa que necesitará para el viaje y la coloca sobre la cama. Aunque ya se lo sabe de memoria, busca en youtube los vídeos en los que la mismísima Marie Kondo dobla todo tipo de prendas de ropa hasta hacerlas minúsculas e imita cada uno de sus movimientos.
Va guardando en la maleta, perfectamente dobladas, las cuatro camisetas que ha elegido, los tres jerséis, los dos pantalones, el pijama, la ropa interior, un forro polar por si acaso, unas botas de repuesto por si se le mojan con la lluvia, un chubasquero y la bolsa de aseo.
Aún le queda espacio, pero lo deja libre por lo que pueda pasar.
Ya solo le resta bajar a ese supermercado que vive agazapado a los tobillos de su edificio y comprar algunas cosas que necesita para el viaje.
¡Comienza la aventura!
Se sienta frente al portátil y entra en Google Maps. Las carreteras vacías. Comienza a recorrer con el cursor el camino que separa su domicilio del destino que le ha tocado en suerte. De vez en cuando se detiene y cliquea sobre la línea de la carretera para que se abra la foto correspondiente y apreciar el paisaje del camino.
¡Qué emoción!
Llega a su destino en menos tiempo del previsto. Durante los siguientes tres días se pasea on line por las calles de Cantavieja: entra en sus iglesias, descubre el Ayuntamiento y las dos grandes casas que lo rodean, visita los restos del castillo medieval y lo que queda de muralla y recorre, una por una, cada una de las ermitas.
Y la comida ¡Qué comida! Lo que más le gusta es el jamón de Teruel que compro en el súper. Lo tendrá en cuenta a partir de ahora.
Solo le queda una cosa por hacer antes de volver a casa: hablar con algún lugareño. Si viajas y no conoces gente es como si no hubieras salido de casa.
Coge el teléfono y marca el 964. Luego, al igual que en la elección de destino, cierra los ojos y deja que su dedo marque seis números más.
Un timbrazo, dos, tres.
—¿Diga?
—¿Está Perpetua?
—No, se ha equivocado. Aquí no vive ninguna Perpetua.
—¿Pero es Cantavieja, en Teruel?
—Sí, aquí es, pero ya le digo que no hay ninguna Perpetua.
—Vale, muchas gracias. Y perdone las molestias.
—No se preocupe, no hay de qué.
Bueno, pues ya he hecho un nuevo amigo, piensa mientras sonríe.
¡Qué ganas tiene de descubrir pronto su próximo destino!
