Se abre la pantalla y ahí está, sonriendo, como siempre.
Lleva la blusa blanca que le regalé por Navidad. Me encanta que se vista con ella aunque sepa que no va a salir de casa. Dentro de dos días volveré a hacerle la compra en el súper y le dejaré las bolsas en el felpudo de la entrada. Cuando abre la puerta, yo ya estoy sentada dentro del coche y desde allí la saludo con la mano. Pronto cumplirá 80 años y aún nos tiene que durar mucho.
Me da pena no poder abrazarla.
La última vez se me hizo un nudo en la garganta que me duró todo el día. Lo tuve ahí, pellizcándome la voz, hasta que nos volvimos a encontrar en nuestra videollamada diaria.
—¡Qué guapa estás, mamá!
—Gracias, hija. Ya sabes que siempre me ha gustado arreglarme. ¿Por qué iba a dejar de hacerlo ahora?
—Bueno… Solías confesar que te arreglabas, aunque no fueras a salir, porque en casa estaba el chico que te gustaba. Cuando lo decías papá se ponía un poquito colorado, ¿te acuerdas?
—Claro que me acuerdo. Pero, ¿sabes un secreto? Sobre todo me arreglo por mí. No me gusta verme sin peinar, o con ropa triste. Y, además, si el coronavirus viene a buscarme, quiero que tu padre me reciba guapa.
—¡No digas eso, mamá, tú no vas a pillarlo!
—¡Ay, hija, todo puede ocurrir!
—¡Te tenías que haber ido a Málaga, a casa de Carmen! ¡Mira que te lo dijimos!
—¿Y dejar aquí todas mis cosas? ¡Ni hablar, hija, ni hablar! Tu hermana y yo chocamos mucho, ya lo sabes. Hubiera sido un infierno para las dos. Estoy mucho mejor aquí.
Tiene razón, Carmen y ella se adoran, pero se parecen demasiado y siempre acaban discutiendo. Además, así puedo verla, aunque sea desde lejos.
Guardo el móvil en mi bolso. Ha terminado mi descanso, es mejor que me prepare para volver al trabajo.
Me lavo bien las manos con agua y jabón. Después lo hago otra vez con gel hidro alcohólico antes de ponerme los guantes. Tras ellos van las calzas desechables que cubren mi calzado. Sobre mi ropa médica, me coloco el mono, también desechable, y lo ajusto en tobillos y cuello. Llega el turno de la mascarilla, las gafas, y el cubrecabezas. Lavo de nuevo mis manos enguantadas con gel hidro alcohólico y coloco, por último, los guantes externos.
Lista.
Agradezco que mi madre no me vea con estas pintas, creo que asusto. Distingo el miedo en los rostros de los pacientes que me ven por primera vez así vestida. A pesar de toda esta parafernalia, siempre les sonrío, aunque no puedan verme la boca. Tal vez les llegue algún brillo de mis ojos a través de las gafas de metacrilato, no sé, algo que les tranquilice.
Muchos de los ingresados son mayores, como mi madre. Siempre les hablo con cariño. Me aprendo sus nombres, el de todos ellos, y les pregunto por sus cosas, por su vida fuera de aquí.
Así es como conocí a Merche.
Es viuda, como mi madre. También sonríe a todas horas y también es bastante coqueta.
—¡Ay, niña! —me dice en cuanto paso junto a su cama— Acércame un espejito que me vea; no me gusta ir descuidada.
—Va usted estupenda, Merche, como siempre. Si la vieran sus hijas estarían orgullosas de lo valiente que es —le aseguro, pero no le doy ningún espejo. No quiero que toquetee nada externo.
Hoy Merche tiene peor cara.
—Merche, la vamos a llevar a la UCI, así la podremos atender mejor —le digo antes de empezar a empujar su cama hacia el pasillo.
—Vale, hija, lo que tú digas. Pero, por favor, si ves que esto no mejora, tráeme un espejito. El chico que me gusta está allá arriba, ya sabes, y quiero que me reciba estupenda.
Me muerdo la boca por debajo de la mascarilla para que no se me escapen las lágrimas antes de recuperar la voz y decirle que no hará falta ese espejo, que no va a irse a ningún sitio.
No puedo evitarlo y por la noche se lo cuento a mamá.
—¡Me ha recordado tanto a ti! Incluso habla de su marido como del chico que le gusta.
—Llévale ese espejo —me dice—. Y dile de mi parte que no se mire en él hasta que le des el alta. Asegúrale que todavía le queda mucho por presumir y mucho por disfrutar. Y que nuestros chicos todavía pueden esperarnos un poco más, que no tenga prisa.
En cuanto se cierra la videollamada, busco un espejo pequeñito y lo desinfecto con alcohol.
—Hola, Merche. ¿Cómo está hoy? —le digo al llegar junto a su cama.
No contesta. El respirador le impide hacerlo.
—Ya le he hablado de mi madre, ¿recuerda? Es como usted, le gusta estar siempre perfecta. Me ha dicho que le traiga el espejo que tantas veces me ha pedido, pero que no se mire en él hasta que le demos el alta médica. Asegura que aún tiene que presumir mucho y que, a veces, es mejor hacerse esperar.
Percibo un movimiento en sus ojos, creo que está sonriendo.
Dejo el espejito a los pies de la cama y continúo con mi ronda. Cada día estamos consiguiendo más victorias, ¿Por qué no va a ser Merche una de ellas?
Han pasado catorce meses desde que regalé a Merche mi espejito de maquillaje. Me encanta ver cómo lo saca del bolso para retocarse el pintalabios cada vez que mi madre, ella y yo salimos a merendar.
—¡Venga, chicas! —les digo— ¡Que se nos va a hacer tarde!
—Es que a nosotras nos gusta hacernos esperar —ríen a coro.
