Había una vez una niña muy trabajadora que decidió convertirse en emprendedora y abrió su propio negocio.
La niña se llamaba Emprendedorita Roja.
El gobierno dio la enhorabuena a Emprendedorita. No solo había creado empleo para ella misma sino que, además, podría ofrecer empleo a otros.
Y eso hizo.
Emprendedorita contrató a un pequeño grupo de colaboradores que se esforzaba a diario por subsistir y conseguir que el negocio saliera adelante. Durante mucho tiempo, Emprendedorita pagó religiosamente su cuota de autónomos, los salarios de sus trabajadores y las contribuciónes correspondientes al negocio.
Aunque la mayoría de sus relaciones profesionales fueron inmejorables, también tuvo que enfrentarse a proveedores farsantes, a distribuidores de dudosa honorabilidad y a clientes egocéntricos que le hacían pasar interminables noches en vela.
Pero Emprendedorita siguió esforzándose por su negocio.
Un día, sin que Emprendedorita lo viera venir, se cruzó con el Coronavirus camino a una feria.
—¿A dónde vas, Emprendedorita? —le preguntó el Coronavirus.
—A la feria de emprendedores, a llevar todas mis novedades para que el público pueda conocerlas y disfrutar de ellas. He invertido todo mi tiempo y dinero y estoy un poco nerviosa por lo que ahora pueda suceder.
—Eso está muy bien, Emprendedorita, pero te recomiendo que no vayas por este camino. Por ese otro llegarás antes y no correrás riesgo de contagio.
—Muchas gracias —respondió Emprendedorita, y continuó su marcha para no llegar tarde.
Pero Coronavirus, gran embustero, había mentido a nuestra amiga. Mientras ella recorría el camino más largo, el virus tomó un atajo y fue infectando a todo aquel con quien se cruzaba.
Cuando Emprendedorita llegó a la ciudad donde se organizaba la feria, la encontró vacía. Comprobó con horror que el certamen había sido clausurado. Mucha gente se encontraba enferma y los que todavía estaban sanos tenían miedo al maldito virus.
El gobierno decretó que todos se quedaran en sus casas para salvaguardar sus vidas y que cesaran las actividades comerciales que no fueran de primera necesidad, así que Emprendedorita regresó a su hogar y se encerró en él.
Durante los siguientes días, Emprendedorita escribió a todos sus colaboradores, pero ninguno sabía darle solución al gran problema que todos padecían.
Los días pasaban y la actividad comercial de Emprendedorita se iba deteriorando.
Entonces decidió acudir a las ayudas que ese gobierno, al que había pagado sin falta en cada uno de los ejercicios fiscales anteriores, ofrecía a los emprendedores/autónomos.
Pero Coronavirus había llegado antes y, tras comerse al gobierno, se sentó detrás del escritorio desde el que respondían a los contribuyentes.
—Gobiernito, qué obligaciones más grandes tienes —dijo Emprendadorita.
—Son para enriquecerme mejor.
—Gobiernito, que cobros tan altos tienes.
—Son para cuidarme mejor.
—Gobiernito, que ERTE más grande me vas a obligar a hacer.
—¡Es para hundirte mejor!
Emprendedorita, asustada, cerró la tapa de su portátil y se puso a llorar.
¿Qué podría hacer?
Se secó las lágrimas, bebió un poco de agua, y decidió cambiar de cuento.
Le gustaba mucho más el de los Superhéroes del 70 del día anterior.
