SUPERMERCADO

Hoy le toca ir al supermercado.

En condiciones normales hubiera ido hace días. Incluso al principio del confinamiento no hubiera dejado pasar tanto tiempo para reponer su despensa de latas de atún y paquetes de harina, de aceite y macarrones, de papel higiénico. Cualquier producto que empezara a escasear era la excusa perfecta para salir hasta el súper. Incluso cualquier producto que empezara a escasear en la despensa de su vecina de arriba, una ancianita de las del grupo de riesgo.

Pero hoy todo eso ha cambiado. Ya no quiere salir a la calle, y menos aún desplazarse hasta un foco de contagio tan grande como el supermercado.

No tiene más remedio que ir. Si no fuera por ese pedazo de limón pocho y la botella de agua a medio rellenar, la luz de la nevera no tendría nada que alumbrar.

Sabe que tiene que ir, no puede esperar más. Debe prepararse.

Abre el armario del recibidor y saca las coderas y rodilleras de la bolsa de patines de su hija. Está pasando esta larga cuarentena con su madre. Mejor, los niños son foco de contagio. Se las anuda bien fuerte, no se le vayan a caer. Le están pequeñas y son rosas, con la cara de Skye, la perrita valiente de la Patrulla Canina con la que su hija se siente tan identificada, pero le están siendo muy útiles en esta interminable pandemia. Es una pena que el casco no le quepa. Se enfunda los guantes que robó de la sección de frutería la última vez que visitó el maldito supermercado, hace ya más de diez días, y se cubre la cara con la mascarilla. Antes de abrir la puerta pega el ojo a la mirilla, por Dios no vaya a cruzarse con algún vecino. El rellano es estrecho, no conseguiría el metro y medio de separación. Vacío. Por si acaso junta la oreja a la puerta, igual están abriendo cualquier otra y no quiere que ocurra una hecatombe. Silencio. Muy bien, es su momento. Sale. No, no bajará en el ascensor, cualquiera podría haber tosido dentro. Mucho mejor la escalera. Descenderá deprisa, sin respirar. Tan solo son dos pisos. Vuelve a abrir la puerta de su casa, toma aire del interior, cierra y comienza a bajar los escalones sin tocar la barandilla. Las rodilleras chocan entre sí y están a punto de hacerle despeñarse escaleras abajo. Clava el codo en la pared dejando la frente de Skye, la perrita valiente, algo deformada, y recupera el equilibrio. Llega hasta la puerta del garaje, mete la mano en el bolsillo y saca la llave. Se le enreda en el plástico del guante, casi se lo rompe. El aire todavía en el pecho. Mete la llave en la cerradura y la gira. Empuja la puerta con la puntera del zapato y entra en el garaje. Deprisa, casi no le queda aire. Abre la puerta de su coche, se sienta al volante, cierra la puerta y respira.

Bien, ha conseguido pasar el primer escollo.

Arranca el motor, da marcha atrás y saca el coche de su plaza. Pulsa el botón del mando a distancia y ve cómo se va elevando el portón. El día es claro, la primavera está a punto de darle paso al verano. Ya no existe boina gris que cubra ninguna ciudad.

Mete primera. La codera le está cortando el riego sanguíneo del brazo derecho. No importa, no hay dolor. Todo por resistirse al maldito virus. Las rodilleras le chocan entre sí cada vez que pisa el embrague. Las gafas se le han quedado por dentro de la mascarilla y se le empañan cada vez que respira, pero tal vez sea mejor así, eso impedirá que el deleznable Covid-19 se pasee por su rostro. Avanza calle abajo hasta llegar al supermercado. Está muy cerca de su casa, pero es mejor ir en coche. Menos riesgos. El parking está casi vacío, es lo bueno de hacer la compra justo a las tres de la tarde. Es cuando menos gente hay.

Aparca. Sale del coche. Con la vista nublada por su propio vaho camina hasta los carritos mientras aprieta en la mano una moneda. La ha desinfectado varias veces antes de salir de casa, no sea que se le raje el guante y tenga que tocarla. Con terror escucha el arrastrar de unas ruedas que, sin duda, soportan un carro lleno. Y la voz de un niño que le pregunta a su madre qué le pasa a ese hombre. Nada, le dice ella. No lo mires y corre al coche. Traga saliva. Espera a que la madre y la hija se separen de la puerta más del metro y medio de rigor y entra en el supermercado empujando el carrito. La luz eléctrica, blanquecina, en el rostro.

Las cajeras se miran entre ellas y esconden una risita. ¿Quién le va a decir a este hombre que hace ya más de un año que se acabó el coronavirus?

Voz: Carmen Ramírez (Cadena Dial)
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