Ayer salí a la calle.
Después de un montón de días sin salir de casa, ayer, por fin, mi madre me sentó en el carrito para llevarme a la calle. Sé andar, que tengo casi tres años, pero siempre que salimos a la calle mamá me sienta en el carrito. Otros días me da igual que lo haga. Incluso hay veces que lo prefiero. Por ejemplo, los días que hace mucho frío me encanta que me abrigue bien, me siente en la sillita y me cubra con la mantita azul. Esa mantita es muy suave. Yo voy ahí, sentado y tapado hasta los ojos con mi mantita. Los mayores con los que nos cruzamos esos días van andando deprisa. Algunos, los que no llevan guantes, se soplan en las manos y se las frotan. Los niños mayores también van corriendo a todas partes. Solo los que son como yo, los del carrito con mantita, disfrutan de los paseos helados los días de frío.
Ayer yo quería ir andando, así que cuando mamá me sentó en el carrito e intentó cerrar el enganche de seguridad, empecé a retorcerme y a gritar NO muy alto. Tan alto que, sin querer, me puse a llorar. Quería ir andando porque no hace frío y porque llevo mucho tiempo sin salir a la calle y sin correr.
Lo que yo no sabía era que no iba a ser mamá quien me acompañara a la calle sino mi hermana Andrea. Si lo llego a saber me estoy quieto. Me encanta salir con Andrea.
Andrea es mi hermana mayor. Es muuuuy mayor. Hace unos días cumplió 18. Tiene un papá diferente al mío que vive bastante cerca de nuestra casa y Andrea duerme en la suya varias noches a la semana. Esos días me aburro porque a Andrea le gusta jugar conmigo y papá y mamá no saben jugar tan bien como ella. En casa de su padre, Andrea tiene otra hermana. Es un año mayor que yo. Se llama Marta. Algunos días, Andrea nos lleva a los dos a mi parque favorito para que juguemos juntos. Ese parque está un poquito lejos de casa, pero en el carrito no cansa tanto el paseo. De casa de Marta está mucho más lejos porque queda justo al otro lado. Cuando Andrea nos lleva, nos vamos turnando la sillita.
Andrea tampoco ha salido de casa desde que apareció el monstruo de los virus. Al principio yo no entendía por qué no íbamos al cole. O por qué papá y mamá no iban a trabajar. Tampoco sabía por qué Andrea estaba siempre en casa. Ni siquiera iba a ver a su novio. Entonces Andrea me explicó que hay un monstruo que se llama Coronavirus que va suelto por las calles y que, hasta que no lo atrapen, no podemos salir.
A veces papá y mamá van al súper. Pero van solos. Se ponen unos guantes y unas máscaras y se van a escondidas para que el virus no los encuentre. Yo me quedo muy preocupado, pero Andrea me dice que no tenga miedo, que papá o mamá, al que le haya tocado ese día hacer la compra, tendrá mucho cuidado de no contagiarse.
Andrea pasa mucho tiempo con el móvil. También con el ordenador. Habla con sus amigos por ahí. A mí me gusta meterme en su cuarto porque a veces tengo suerte y no me echa, sino que me coge en brazos y me deja hablar con Julio, que es su novio, a través de su portátil. O con Marta.
Sé que Andrea está un poco triste porque no puede ver a Julio ni a Marta ni a su padre. Echa de menos a todos sus amigos, pero yo sé que a esos tres es a los que más ganas tiene de abrazar.
El otro día. Andrea me explicó que el domingo podría salir un ratito a la calle. Al principio me dio mucho miedo.
—¿Ya han atrapado al virus? —le pregunté.
—No, enano, pero parece que se está volviendo un poco vago y ya no ataca tanto. Podrás salir con papá o mamá a dar un paseo cortito.
—¿Y tú?
—No, yo soy demasiado mayor para salir a jugar y demasiado joven para hacer la compra. Todavía no tengo carné de conducir, así que no puedo ir al súper y cargar el coche de bolsas, pero me ha prometido mamá que, en cuanto pase todo esto, me lo voy a sacar. Es mi regalo de cumpleaños.
Ninguno de los dos sabíamos la sorpresa que nos habían preparado papá y mamá.
Cuando empecé a retorcerme en el carrito papá dijo:
—Si te mueves tanto, tu hermana no va a poder llevarte de paseo.
—¿Yo? —preguntó Andrea levantando la cabeza del móvil.
—Claro. ¿Te apetece?
Dejé de llorar enseguida.
—Súbete al carro, enano. En cuanto lleguemos a tu parque, te suelto, ¿te parece?
Por la calle no había casi coches, ni tampoco gente. Lo que más había era niños en patinete o con las bicis. Cada niño iba con un mayor, pero ni los mayores ni los niños se juntaban entre ellos.
Andrea caminaba deprisa empujando mi carrito. Pasamos la valla roja y el escaparate de zapatos y supe a dónde íbamos. Cuando llegamos a nuestro destino, Andrea hizo una llamada con su móvil.
—Asómate a la ventana —dijo.
Y de pronto vimos aparecer la cara de Julio por la ventana del segundo piso.
—¡Hey, enano, te dejan salir! —me gritó, y yo le dije hola con la mano y grité su nombre.
Luego me callé para que él y Andrea pudieran mandarse besos. ¡Cómo le brillaban los ojos a mi hermana!
—Ahora a otro sitio, enano —me dijo, y volvió a empujar mi carrito—. Te prometo que después te llevo a tu parque para que corras, pero antes necesito ver a alguien muy importante.
Avanzamos dos calles y giramos por donde la tienda de flores hasta la siguiente esquina.
—Hola, papá —dijo Andrea en cuanto llegamos a donde nos esperaba su padre. Marta iba cogida de su mano. Nos detuvimos un poquito lejos de ellos.
—Hola, cariño —le dijo él—. Me muero de ganas de abrazarte.
—Y yo a ti, de verdad que sí.
—Lo sé.
—Y a ti también, pequeñaja —le dijo Andrea a Marta desde detrás de mi carrito.
Yo también quería darle un besito a Marta, pero me quedé en mi sillita sin moverme. Andrea me había explicado que el virus no nos permitía acercarnos a nadie.
—Me encanta veros —dijo el papá de Andrea—, aunque sea de lejos.
—Voy a tener que irme enseguida. Le he prometido a Nico que le llevaré a su parque favorito y a vosotros os queda a más de un kilómetro.
—No te preocupes, lo entiendo.
Los dos se callaron. ¿Eso que le resbalaba por la cara a Andrea era una lágrima?
Miré a Marta. Ella encogió los hombros y me sonrió.
—Andrea —dije con mi voz de trapo—, ¿sabes una cosa? Ya iremos a mi parque otro día.
