El camino de las luciérnagas (primeros capítulos)

PRÓLOGO

2011

Aquella mañana seguí la misma rutina de siempre sin percibir el revolcón que la vida estaba a punto de darme. Entré en mi despacho un cuarto de hora antes de las nueve, tal y como llevaba haciendo los últimos diez años, y dejé el abrigo en mi percha. Tomé asiento e introduje la clave en el ordenador para acceder  al sumario con los datos del último asunto que la auxiliar del juzgado de primera instancia e instrucción, en el que yo ejercía de Secretario Judicial, había incluido en el archivo.

Unos tres cuartos de hora más tarde, cuando el equipo al completo estaba en sus puestos, sonó el teléfono. Elena, nuestra oficial de justicia, me hizo una señal y comenzó a escribir datos en su libreta.

–¿En qué kilómetro ha sido el accidente? –preguntó mientras anotaba el lugar exacto. Me levanté y me coloqué tras ella para leer por encima de su hombro los apuntes que iba tomando. Su voz se oía clara mientras solicitaba información al teniente de la Guardia Civil que se encontraba al otro lado del receptor.

Enseguida lo vi.

El nombre escrito a boli en la parte central de la hoja trajo a mi memoria una época ya pasada que todavía me perseguía y recordé de inmediato aquel primer día de curso en un conocido colegio de curas de Madrid.

Capítulo 1

1985

Durante mi adolescencia estaba convencido de un aspecto de vital importancia que el resto de los mortales parecía ignorar: el físico y el nombre de pila determinan la felicidad de una persona. Y además van unidos.

Nunca había conocido a ningún Gonzalo feo, ni a ningún Javier gordo, con granos, o halitosis. Para los nacido en los setenta estaba claro: el nombre marcaba el destino.

Mi familia hacía oídos sordos a esta obviedad y, generación tras generación, el hijo mayor heredaba, sin contemplaciones y con crudeza, la onomástica que la casualidad hizo coincidir en el santoral con el nacimiento del antepasado ejemplar e inolvidable. De esta manera tan ruin lo han ido reencarnando, una y otra vez, en el hijo primogénito. Supongo que para ver si lo revivían y acababa así de jodernos a todos ya que, al parecer, no lo había conseguido al dejarnos su legado, ese legado que nos obliga a ser demasiado altos y demasiado flacos, tener las cejas espesas y una nariz con tanta personalidad que, unida a esos otros percances, compone un semblante difícil.

El nombre que ha perseguido a los varones de mi familia durante generaciones y que, a mis quince años, no dejaba de repetirme a mí mismo que conmigo se acabaría, no porque yo tuviera los huevos suficientes de finalizar con aquella miserable tradición sino porque estaba convencido de que a causa de esa losa no iba a encontrar fémina con quien engendrar nada, es el de Atanasio.

Pero en mi caso el asunto no termina ahí. Como en cualquier otra estirpe, incluidas las de los Gonzalos y los Javieres, un par de apellidos acompañan al nombre. En realidad hay muchos más, pero son sólo dos los que aparecen en las listas escolares. Dos los que van a conseguir que seas aún más feo, más deforme, o tengas más granos.

Con el número cinco de la lista, entre Rodrigo Castro Albear y Álvaro Dólera de la Peña, estaba yo, Atanasio Cuervo Feliz.

Después de diez años de compartir aula, patio y penurias, mis compañeros habían dejado de meterse conmigo y con mi nombre y me habían vuelto invisible.

Y yo había llegado a creer que lo era.

Aquella mañana de mediados de septiembre coloqué mis cosas en uno de los pupitres vacíos y me senté a esperar que entrara el profesor y diera comienzo el suplicio social de un nuevo curso.

Cuando los otros chicos, después de saludarse, abrazarse y contarse qué tal sus veraneos, ocuparon el resto de los escritorios, me di cuenta de que el de mi izquierda estaba vacío. Tras una rápida ojeada a la clase, no eché en falta a ninguno de aquellos capullos. Muchos de ellos estaban cambiados, algo más altos. Aun así, ninguno alcanzaba la anormal estatura que me provocaba, a esa edad, chepa y andares de pavisoso.

–Habrán visto todos ustedes que hay una mesa libre –dijo el Padre Donato, quien, con toda seguridad, había tomado los hábitos a causa de su nombre–. Es para un nuevo compañero. Se incorporará mañana. Ayer murió su abuelo y lo van a enterrar hoy. De momento se sentará ahí, en el sitio que han dejado ustedes vacío junto a Atanasio Cuervo. Pero ya saben, aunque el primer día les dejo sentarse como quieran, si la cosa no funciona con esta organización, procederé a colocarles según vea oportuno para el correcto devenir del aprendizaje diario.

Después de decir que ninguno de mis compañeros se había querido sentar a mi lado, el Padre Donato empezó a pasar lista. Me daba igual. El cabrón ya había soltado mi nombre, y las miradas que yo me empeñaba en ver cada vez que alguien lo pronunciaba en voz alta habían comenzado, al menos en mi cabeza.

Soporté los maravillosos nombres de los demás antes y después de escuchar el mío, hasta que llegamos al número veintiocho de la lista, el alumno nuevo.

–Anselmo Pandero Toledano –dijo el Padre Donato muy serio y contundente.

La carcajada fue sonora y unísona.

Al día siguiente me levanté algo más contento, pero con un sabor agrio en la boca. Deseaba llegar al colegio y conocer al nuevo. Esperaba que, con ese nombre, fuera aún más triste que yo. Me estaba transformando en un Gonzalo cualquiera. Quería ver entrar por la puerta a un gordote cabizbajo con olor a sobaco y poder esbozar con los demás  una sonrisa de complicidad.

Pero el eco de mi gozo rebotando en las paredes del pozo me devolvió a la realidad sin darme ni un solo segundo de diversión.

Cuando pasé al aula descubrí a todos mis compañeros rodeando a un chico nuevo, alto y atractivo, con los ojos del azul del mar y un aspecto entre canalla y desamparado. Llevaba el nudo de la corbata suelto para poder desabrocharse el primer botón de la camisa. El odiado botón. El botón que me obligaba a hablar con el tono de voz de un eunuco. La forma de meterse las manos en los bolsillos del pantalón, y la chaqueta abierta, daban a su uniforme el aspecto del atuendo con el que imaginaba a los socios del Club de Campo. Su sonrisa y su peinado te hacían desear ser su mejor amigo.

Entró el Padre Donato y todos corrieron a sentarse en sus puestos.

Comenzó a pasar lista. Lo hacía todos los días. ¡Con lo fácil que era levantar la cabeza para comprobar si alguien con mucha suerte había dejado su sitio vacío! Yo estaba seguro de que era para joderme a mí, decir mi nombre en voz alta y resarcirse así de las miles de veces que sus profesores habían vociferado el suyo en su época de estudiante: ¡Donato Monedero Pobre! Aunque a lo mejor lo hacía porque había bajado el número de vocaciones y quería engancharme para formar parte del clero…

–Iván Aberasturi de la Serna.

–¡Presente!

–Pedro Alzueta Megías.

–¡Presente!

–Alberto Baena Romero.

–¡Presente!

–Rodrigo Castro Albear.

–¡Presente!

–Atanasio Cuervo Feliz.

¡La boca se le llenaba! Disfrutaba al decirlo y lo hacía siempre mirándome con fijeza, echándomelo en cara.

–Presente –respondí sin apartar la mirada de su feo rostro. A él era al único a quien, con ese nombre, me atrevía a mantenérsela.

El nuevo giró la cabeza hacia mí y sonrió. Le acuchillé con los ojos. A él, Anselmo Pandero Toledano, también podía hacérselo. Además le miré con saña. No sabía qué me daba más rabia, si ese físico tan poco acorde con su nombre o que, a pesar de éste, fuese capaz de reírse del mío. Bajo mi punto de vista estábamos bastante igualados.

Pero su expresión no era burlona. Me estaba dedicando una sonrisa cómplice, casi la que había imaginado compartir con el resto de mis compañeros a costa suya.

No pude evitarlo y muy a mi pesar se la devolví.

–Anselmo Pandero Toledano –se oyó escupir al Padre Donato.

–Presente –contestó él sin dejar de mirarme.

Ya no escuché la retahíla de nombres perfectos. Anselmo me estaba ofreciendo su mano.

–¡Joder tío, casi me ganas! –dijo–. A mí me llaman Hans, ¿y a ti? –añadió mientras estrechaba la flácida mano que, como un autómata, había lanzado al encuentro de la suya.

–Atanasio –respondí un poco avergonzado–. A mí me llaman Atanasio.

–Muy largo para mí, si te parece te llamaré Tano ¿vale?

Parecía que no le importara o no viera mi mediocridad.

Y desde aquel momento me cambió la vida.        

Capítulo 2

2011

La mañana era fresca para estar ya tan avanzado el mes de marzo. La ventana de mi habitación miraba justo a la bahía y el viento de poniente traía un delicado olor a mar. La primavera estaba a punto de llegar pero todavía se resistía a hacerlo.

Me duché antes de que Paula se despertara y levantase a las niñas para ir al colegio. Al terminar encendí la radio y, siguiendo un orden cotidiano, comencé a preparar el desayuno.

–¿Cómo tienes hoy el día? –preguntó mi mujer tras aparecer por la cocina con el pelo enmarañado.

Me gusta su aspecto recién levantada       .

–Tranquilo, espero –contesté y la besé en la frente– ¿Y el tuyo?

–Nada importante en mi agenda, aunque sí en la de Irene –murmuró mientras abría la nevera y sacaba un brick de zumo de mandarina–. Tiene un cumpleaños esta tarde.

Sí, conmigo se había terminado la maldición del nombre. Pero no por las causas que yo creía sino por otras mucho más comunes: no había tenido hijos varones. Sólo dos niñas. Mónica e Irene.

Ningún Atanasio.

Ni Atanasia.

Al acabar de prepararnos para aquel nuevo día, nos subimos los cuatro en el coche. Paula condujo primero hasta el juzgado y me dejó en la puerta a las nueve menos cuarto. Después, como cada mañana, acercó a las niñas hasta el colegio y, por último, entró en su despacho sobre las nueve y cinco.

A poco más de media hora para las diez, cuando todos mis compañeros estaban ya en sus puestos, sonó el teléfono. Elena Nieto, La oficial de justicia, me hizo un gesto mientras anotaba datos en su libreta.

–¿En qué kilómetro ha sido el accidente? –preguntó.

Su nombre completo es Elena Nieto Del Bosque.          

Cuando lo vi escrito no me llamó la atención, hasta que ella misma lo dijo en voz alta y de corrido: Elena-“Nito”-del-Bosque.

A pesar de ello, no tuvo una adolescencia difícil. Su nombre le hacía gracia y estaba orgullosa de él.

–Avisa a Jorge –dijo refiriéndose a Jorge Martín Suárez, el Juez–. Tenemos un levantamiento de cadáveres. Un turismo acaba de estrellarse en el kilómetro 6,800 de la carretera N-312. Parece que han muerto todos los ocupantes. Tu mujer ya está allí y acaba de verificar las defunciones.

Recordé que Paula esperaba tener un día tranquilo. Es lo que tiene ser forense. Uno nunca sabe cuándo le va a dar a la gente por morirse de muerte no natural.

–¿Quiénes son?, ¿alguien de la zona? –pregunté aunque sabía la respuesta. La acababa de leer por encima de su hombro.

–Yo no los conozco de nada. No deben ser de por aquí, me habría fijado en los nombres. En el coche están las documentaciones. Se trata de una familia. El padre se llama Anselmo Pandero Gómez, la madre María Toledano Pérez. El hijo es Javier. Compón tú sus apellidos –añadió con un guiño sereno

Las muertes no son para hacer bromas.

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