La protagonista de Donde Las calles no tienen nombre es María, una mujer de 35 años que ha vivido desde niña dominada por una madre excesivamente controladora. Al inicio de esta novela encontramos una María indecisa y asustadiza que está cansada de ese papel que le han obligado a interpretar.
«Durante muchos años, mi aspecto impecable no evitó que a primera vista fuera completamente invisible. Sabía que la gente tenía que mirarme tres veces para darse cuenta de mi presencia. Aunque después ya no pudieran olvidarme. ¡Eso me ponía de los nervios! Estaba harta de ese sentimiento protector que originaba a todo aquel que se me acercaba. Por eso siempre hice lo imposible por no llamar la atención, por pasar inadvertida. Soporté miradas de ternura y compasión, aguanté con resignación que me ocultaran las verdades. «Para no hacerle daño», decían, sin darse cuenta de que, cuando irremediablemente me enteraba de las cosas, el dolor era mucho mayor. Me encontraba con las amarguras a bocajarro, sin haber tenido tiempo para digerirlas.» Pero, poco a poco, vamos siendo testigos de los pequeños cambios que ella misma se obliga a realizar para salir de esa mediocridad en la que se ha visto metida. Es ella misma quien lleva el hilo narrativo de la historia, con lo que conseguimos ver el mundo desde sus propios ojos.
Doña Pilar, madre de María, es sin duda el personaje más carismático de la novela. Todavía no he encontrado a algún lector a quien haya dejado indiferente. Es una mujer de fuerte personalidad y con temperamento; controladora, manipuladora y machista, de las que creen estar siempre en posesión de la verdad. En una ocasión, ante una infidelidad de Gonzalo, el novio de María durante su juventud, doña Pilar dice:
—Hija mía, empezaré contigo —su voz, desde su sillón favorito, sonaba demasiado suave. Parecía una reina en su trono—. Conviene que comprendas cuanto antes que un hombre tiene una serie de necesidades que una joven decente no debe satisfacer nunca. Está claro que esa muchacha que se dejó hacer carece de tu clase y jamás será capaz de usurpar tu puesto. Gonzalo es un buen partido. No lo olvides nunca—. No era ese el consuelo que espera una hija. —Necesita a su lado una mujer que sepa estar donde le corresponde y que mire para otro lado en determinadas situaciones. Desde luego, no a alguien que se deje llevar por los nervios y se deshaga en lágrimas ante el menor contratiempo—. El silencio de la habitación permitía escuchar con claridad el latir de mi corazón. —Y tú, Gonzalo. Te hemos tratado como a un hijo y no deberías faltarnos al respeto de esta manera. Recuerda que un gran hombre jamás cuestiona la honorabilidad de su mujer. Que sea la última vez que sucede una cosa así delante de conocidos. Si de nuevo te ves obligado a realizar un acto de este tipo, espero que seas discreto y no pongas el nombre de mi hija, y el de esta familia, en entredicho—. Controlé una arcada al descubrir cómo iba a ser mi recién estrenada vida de adulta. Vi como mi madre, dando por terminado el sermón, se levantaba del sillón desde donde nos había marcado las directrices y, acercándose a Gonzalo, lo besaba en la mejilla y lo miraba como quien reprende a un niño travieso. A mí me clavó los ojos más severos.
Don Pablo González, padre de María, es todo lo opuesto a su mujer. Es el principal apoyo de su hija, a la que acompaña y defiende ante la tiranía de su madre. A diferencia de doña Pilar, proviene de una familia pobre y no le importa reconocerlo ante quien sea.
«—Escucha, hija mía: creo que yo he llegado donde estoy porque sé de dónde vengo. Si en algún momento te pierdes, solo tienes que mirar hacia atrás y recordar el punto del que saliste, observar cuál es el camino que has recorrido, y entonces encontrarás el que debes seguir para no acabar deambulando sin rumbo.»
Entre don Pablo y María existe una gran complicidad. Su recuerdo es lo que impulsa el cambio de María.
«Mi padre me habló de Gloria en cuanto supo que estaba enamorado de ella. Al contrario que todos los demás, tenía la convicción de que yo era fuerte. Y no se equivocaba. A su lado me sentía valiente, capaz de cualquier cosa.»
Fernando y Javier, los hermanos de María, viven muy cómodos con la educación que les ha dado su madre, una educación en la que el hombre tienen todos los derechos sobre las mujeres y muy pocas obligaciones con respecto a ellas.
«Javier y Fernando, mis dos hermanos, parecían estar encantados con la educación que regía nuestro hogar. Por el solo hecho de haber nacido hombres tenían que ser tratados como reyes. Las mujeres con la suerte de ser elegidas para disfrutar la vida a su lado deberían ser auténticas señoras y dedicar su existencia a hacerles parecer excepcionales a los ojos del resto del mundo, como había hecho mi madre con su marido y como tendría que hacer yo con el mío.»
Aun así, a lo largo de la novela comprobamos que Fernando está más unido a María y a su padre que a Doña Pilar.
A través de las páginas de Donde las calles no tienen nombre conocemos a otros personajes que juegan un papel importante en el desarrollo de la historia, como son Gonzalo, novio de María, Alberto, Erika y algunos más.