Suelen decir que escribo novelas de personajes. Reconozco que es un piropo que me encanta porque las historias que más me interesan son aquellas en las que conecto con los personajes, cuando me importa lo que les pase. Me gusta sentir que forman parte de mi vida, que los conozco de verdad, y echarlos de menos cuando termino la novela que me los ha dado a conocer. Así que cuando los lectores tuvieron en sus manos El camino de las luciérnagas y la catalogaron como novela de personajes casi empiezo a dar saltos de alegría.
Atanasio es mi primer gran protagonista. Es fácil conectar con él porque, al igual que casi todo el mundo, está lleno de dudas, miedos y temores. Me di cuenta de que había conseguido crear un personaje completo cuando le envié la novela a mi amiga Vicky, lectora de cabecera, y me respondió con el siguiente whatsapp:

Como ya os he comentado, a lo largo de la novela muestro la vida de los personajes en dos épocas diferentes. El Atanasio que conocemos en su adolescencia está sustado y enfadado con el mundo:
«Durante mi adolescencia estaba convencido de un aspecto de vital importancia que el resto de los mortales parecía ignorar: el físico y el nombre de pila determinan la felicidad de una persona. Y además van unidos.»(…) «Mi familia hacía oídos sordos a esta obviedad y, generación tras generación, el hijo mayor heredaba, sin contemplaciones y con crudeza, la onomástica que la casualidad hizo coincidir en el santoral con el nacimiento del antepasado ejemplar e inolvidable. De esta manera tan ruin lo han ido reencarnando, una y otra vez, en el hijo primogénito. Supongo que para ver si lo revivían y acababa así de jodernos a todos ya que, al parecer, no lo había conseguido al dejarnos su legado, ese legado que nos obliga a ser demasiado altos y demasiado flacos, tener las cejas espesas y una nariz con tanta personalidad que, unida a esos otros percances, compone un semblante difícil. El nombre que ha perseguido a los varones de mi familia durante generaciones y que, a mis quince años, no dejaba de repetirme a mí mismo que conmigo se acabaría, no porque yo tuviera los huevos suficientes de finalizar con aquella miserable tradición sino porque estaba convencido de que a causa de esa losa no iba a encontrar fémina con quien engendrar nada, es el de Atanasio.«
Pero, como todos los adolescentes, lo único que busca es encajar:
«Al día siguiente me levanté algo más contento, pero con un sabor agrio en la boca. Deseaba llegar al colegio y conocer al nuevo. Esperaba que, con ese nombre, fuera aún más triste que yo. Me estaba transformando en un Gonzalo cualquiera. Quería ver entrar por la puerta a un gordote cabizbajo con olor a sobaco y poder esbozar con los demás una sonrisa de complicidad.!»
El personaje va evolucionando a través de las páginas de la novela y, aunque en su edad adulta Atanasio ha adquirido más seguridad, todavía mantiene su esencia y nos deja ver alguno de esos miedos que nunca dejan de acompañarle:
«Otra vez Hans entraba en mi vida. Tendría que localizarle y ponerme en contacto con él después de más de veinticinco años para decirle que su familia, la que según él había muerto, acababa de fallecer de una manera muy similar a la que me describió tanto tiempo atrás. El corazón me latía con fuerza y una presión en la boca del estómago me provocaba ganas de vomitar. Tras aquél otro asunto ocurrido tanto tiempo atrás, yo no había querido saber nada más de Hans y creía que él tampoco de mí. Conociéndole como le conocía, empezaba a pensar que el accidente de su familia en mi partido judicial no era una mera coincidencia. Pero esta vez no iba a poder manipularme. Había llovido mucho desde entonces y yo había cambiado. Siempre supe que la vida, tarde o temprano, nos volvería a reunir y que debíamos arreglar ciertas cuestiones. Ahora conocía su modo de jugar y no me dejaría amilanar con su palabrería, ya no. Aunque tal vez Hans seguía llevando, como era su costumbre, un par de ases en la manga.»
Anselmo Pandero Toledano es todo lo contrario a Antanasio: un joven carismático y atractivo al que todo el mundo quiere acercarse.
«Cuando pasé al aula descubrí a todos mis compañeros rodeando a un chico nuevo, alto y atractivo, con los ojos del azul del mar y un aspecto entre canalla y desamparado. Llevaba el nudo de la corbata suelto para poder desabrocharse el primer botón de la camisa. El odiado botón. El botón que me obligaba a hablar con el tono de voz de un eunuco. La forma de meterse las manos en los bolsillos del pantalón, y la chaqueta abierta, daban a su uniforme el aspecto del atuendo con el que imaginaba a los socios del Club de Campo. Su sonrisa y su peinado te hacían desear ser su mejor amigo.» (….) «El nuevo giró la cabeza hacia mí y sonrió. Le acuchillé con los ojos. A él, Anselmo Pandero Toledano, también podía hacérselo. Además le miré con saña. No sabía qué me daba más rabia, si ese físico tan poco acorde con su nombre o que, a pesar de éste, fuese capaz de reírse del mío. Bajo mi punto de vista estábamos bastante igualados.»
Un dato curioso es que la mayoría de los lectores con los que he podido hablar sobre la novela y los personajes me ha confirmado que, a lo largo de su vida, se ha encontrado con algún que otro Hans, y no se refieren a ello como algo positivo.
Junto a estos dos personajes protagonistas encontramos otros muchos, entre los que destaca el Padre Donato, sacerdote y tutor de los jóvenes en el colegio de curas del Madrid de los años 80.
Nos colocamos en nuestros puestos y el Padre Donato empezó a repartir las hojas de examen. Lo hacía con mucha parafernalia. Pasaba por los pupitres y las dejaba boca abajo, con la orden de no levantarlas hasta su aviso. De vez en cuando se giraba rápido e intentaba pillarnos a alguno dándoles la vuelta. Era un hombre muy pomposo y un poquito amanerado. El curso anterior había sido nuestro profesor de Lengua y Literatura y había tenido una clara predilección por la cabellera rubia de Arturo, su número uno. Este año, como tutor del grupo, seguía encantado con él pero no podía evitar quedarse embobado mirando a Hans ni ponerse nervioso cuando éste se acercaba a su mesa en los momentos de trabajo individual a consultar una duda.»
El Padre Rogelio, también sacerdote y director del colegio.
«El Padre Rogelio apareció en el aula. Era el mejor profesor de matemáticas que había tenido en la vida, pero también el más duro. Quería no sólo enseñarnos el concepto matemático sino que lo interiorizáramos para ampliar nuestro razonamiento lógico. Nos hacía dudar a todas horas.»
Y algunos más, como los padres de Atanasio, Paula y Encarnita, el resto de compañeros de colegio o los miembros del juzgado en el que trabaja Atanasio en su edad adulta.