He llegado a esa edad en que la mayoría de los miembros de mi grupo etario asegura no sorprenderse ya con nada, y agradezco no ser como ellos. Tengo la suerte de asombrarme todavía con infinidad de cosas, casi todas sencillas. Supongo que todo depende del ángulo desde el que se miren. No quiero decir que vaya por la vida descubriéndo maravillas que pasan inadvertidas a los demás, no es eso. Es, simplemente, mi manera de observar el mundo. A veces me encuentro ante situaciones que me desconciertan, otras que me conmueven, otras que me cabrean. Así que sí, me sigo sorprendiendo cada día con diferentes apectos del mundo en el que vivo.
El otro día, por ejemplo, me impresionó comparar dos fotografías tomadas desde el mismo punto geográfico, la curva del desvió a Las Rozas de Madrid, con 70 años de diferencia. En la primera, fechada en 1950, se aprecia con claridad la carretera de El Escorial. En la segunda, de hace unos días, el Camino Real se esconde casi invisible tras la titánica A-6.
Pero lo verdaderamente sorprendente, al menos para mí, es lo que ocurrió el día que encontré esa primera foto. Fue una noche calurosa de finales de junio de este mismo año en la que mi marido y yo decidimos dar un paseo hasta la Plaza de España de Las Rozas de Madrid (vivimos en dicho municipio) con la intención de tomar algo fresquito en alguna de las terrazas que la inundan. Acortamos por la iglesia de San Miguel y atravesamos los jardines que la rodean. En pocos minutos llegamos a la plaza; las terrazas llenas. Varios niños y niñas de diferentes edades jugaban a distintos juegos: un grupo le daba al balón, otro jugaba al pilla-pilla, otro al escondite… Se reían. Decidían juntos las normas de los juegos. Algunos discutían, pero ellos solitos resolvían sus diferencias.
Descubrimos la exposición de fotos nada más entrar y nos paramos a mirarlas. Un grupito de niños correteaba entre ellas.
—¿Qué miras? —me preguntó el más pequeño de todos, un niño de unos siete u ocho años de edad.
—Estas fotos. ¿Te has dado cuenta de que son fotos del pueblo de hace muchos años? Mira, esta de aquí es del ayuntamiento, ¿la ves? Y esta otra es de la iglesia. Fíjate en cómo eran las casa que había alrededor.
Otros niños, los que antes jugaban con él, se nos fueron uniendo en nuestro recorrido.
—¿Y esto qué es? —preguntaba el niño en cada imagen.
—Esto es la vista desde el Burgo hacia el pueblo. Todo era campo. La foto es de hace muchos años.
— Más de los que tu tienes, ¿verdad?
—Sí, chaval, más de los que yo tengo.
El resto de niños iban y venían a lo largo de nuestro recorrido fotográfico. Solo él se quedó a mi lado todo el tiempo sin parar de preguntar. Al despedirme le dije: — Ha sido un placer ver esta exposición contigo. Mi nombre es Mónica, ¿y el tuyo?
—Chaval, mi nombre es Chaval —respondió con una sonrisilla justo antes de correr hacia sus amigos.
Sonreí yo también pensando en que era un niño muy listo, con muchas habilidades sociales y lleno de recursos. Llegaría lejos.
Por fin nos sentamos en una mesa que encontramos libre junto a una pareja con hijos. Los hijos sentados en sus sillas, cada uno jugando con un movil. Los padres en silencio. Uno de los hijos miraba por el rabillo del ojo a «Chaval» y a sus amigos corretear por la plazuela. En un momento, dio con el codo al su hermano, algo mayor que él, y le señaló la plaza con un movimiento de cabeza.
—¿Podemos jugar ahí un rato? —preguntó el mayor de los niños.
—Está bien, pero poneos justo aquí delante, donde os veamos bien. ¡Y no habléis con nadie!
Los niños se levantaron y estuvieron un par de minutos quietos, sin atreverse a dar el paso hacia lo prohibido. Miraban con envidia el juego de esos otros que se escondían entre risas detrás del templete para acabar subiéndose a él y se aventuraban por toda la plaza.
—¿No podemos jugar con ellos? —preguntó al fin el pequeño.
—Esos niños están aquí solos —dijo la madre—. No hay nadie que los cuide. ¿Queréis ser como ellos? —preguntó con desprecio—. Anda, venid a sentaros, que os dejo mi Iphone. ¿Esos niños tienen Iphone?
Los hermanos dijeron que no y se sentaron con el teléfono de su madre. Tardaron menos de un minuto en discutir por el dichoso Iphone, en pegarse, llorar, y exigirle a sus padres que solucionaran el conflicto.
El remedio fue recoger, pagar las consumiciones que aun no habían terminado, y marcharse a casa enfadados.
Crucé la mirada con otra pareja, sentada justo al otro lado de mi mesa. Al cabo de un rato se pusieron en pie, agitaron un brazo y Chaval acudió rápido a su llamada.
—Gracias por explicarle a mi hijo la exposición de fotos, le encanta la historia del pueblo —dijo el padre muy amablemente. Antes de irse, se despidieron de un grupo de madres y padres que, sentados en uno de los bancos del fondo, charlaban animados mientras supervisaban tranquilos a su hijos, los amigos de Chaval.
Hoy me ha dado por pensar que esos padres controladores se parecen demasiado a la A-6: llena de recursos pero, también, de atascos.
