RELATOS

A veces viene bien escibir un relato para apaciguar lo que te araña por dentro.

EL HIJO-LEÓN

Mis vecinos de enfrente, el señor y la señora Román, bajaron a tomar café al bar de la esquina con un león. El león parecía manso, pero no dejaba de ser un león. Me pregunté qué hacía aquel par de ancianos con un león. Nadie en el bar se sorprendió al verlos llegar, así que decidí no darle más importancia al asunto. Yo era nuevo en el barrio y no conocía de nada a los señores Román ni a su león.

—Es su hijo —me dijo la camarera sin que yo le preguntara.

A pesar del frío, se sentaron en la terraza, en una mesa cercana a la mía. Zona de fumadores. Imaginé que fumarían los tres, pero solo lo hizo el hijo-león.

La señora Román era una mujer habladora. Hablaba con la camarera. Su voz era dulce y tenía una cara amable. En casi todas las frases que decía nombraba a su hijo-león. Nos cuida mucho, decía. O, es el mejor hijo-león del mundo, repetía. Cuando soltaba esas cosas, la camarera guardaba silencio, entonces la señora Román sacaba su mala uva y le gastaba bromas de vieja. Bromas sin gracia. Pero al señor Román sí le hacían gracia las bromas de su mujer, aunque supongo que no debía de ser mucha, porque no se reía. Solo sonreía. El hijo-león, por el contrario, estaba quieto. Se había sentado hierático entre los señores Román. Ni siquiera pestañeaba. Solo sostenía un cigarrillo en la boca. Uno tras otro. Si no lo hubiera visto moverse renqueante al llegar, habría jurado que se trataba de un león disecado.

El hijo-león de los señores Román estaba muy cascado. Todavía conservaba su melena rubia, pero no ondeaba al viento como la de los leones de los documentales de La 2. Estaba extremadamente delgado. Pero iba limpio y su dentadura era perfecta, como si se la hubieran implantado nueva.

Al rato, los señores Román recogieron sus cosas y se encaminaron hacia su casa. El señor y la señora Román en el centro. El hijo-león dando vueltas, muy despacio, a su alrededor.

Poco después yo también me fui, debía terminar de colocar las cosas de la mudanza. Cuando llegué a casa entré en el cuarto de baño para instalar el aplique de techo. Abrí el pequeño ventanuco de par en par para aprovechar la luz del día y descubrí dos cosas: que a través del patio oía a la perfección todo lo que ocurría en la casa de mis vecinos y que, si me subía de pie en el inodoro, podía ver el reflejo del salón de los señores Román en el espejo que acababa colgar en el pasillo. Allí estaban, sentados frente al televisor encendido mientras el hijo-león los rodeaba con pasos lentos de felino, sin perderlos de vista.

Al día siguiente desayuné en el bar de la esquina. Me había gustado el café y la camarera me había resultado simpática.

En esa ocasión, el hijo-león de los señores Román apareció solo. Le temblaba todo el cuerpo,  parecía no haberse acostado todavía. Se acomodó en una de las mesas de fuera, pidió una cerveza a la camarera y se encendió un pitillo. Cuando terminó su cerveza y un cuarto de cajetilla de tabaco, se marchó.

—A veces viene solo —me dijo la camarera cuando pedí la cuenta—. Pero ellos nunca vienen sin él.

Volví a casa y entré en el cuarto de baño. Pulsé el interruptor de la luz, pero no se encendió. Supuse que había instalado mal el aplique y salí al pasillo para desconectar los plomos. Busqué en la caja un par de herramientas. Al regresar, abrí el ventanuco y volví a encaramarme al retrete. La señora Román, sentada en su sillón, escuchaba la sinfonía número seis de Chaikovski. Cerraba los ojos y movía la cabeza. De vez en cuando alzaba la mano derecha y estiraba todo lo que podía, que no era mucho, el dedo índice, con el que dirigía una orquesta invisible. El señor Román estaba sentado en otro sillón. Leía el periódico. Un periódico de hojas grandes que le tapaban la cara.

Del hijo-león, ni rastro.

El concierto número seis de Chaikovski se acabó.

—¿Qué hora es? —preguntó la señora Román.

El señor Román bajó el periódico y miró la hora en su reloj de pulsera.

—La una —dijo.

La señora Román se revolvió en su sofá.

—Y todavía no ha venido —dijo—. ¿Sabes si ha llamado?

—No, no ha llamado.  —respondió el señor Román, y abrió de nuevo el periódico.

La señora Román se mordió el labio de abajo.

—Llámale tú. Mira la hora que es y todavía no sabemos qué va a querer que comamos —dijo la señora Román desde su sofá.

—Podemos ir a tomar un café, así no se nos hará tan larga la espera. Empiezo a tener hambre.

—No, ya sabes que se enfada si vamos a cualquier sitio sin él. Además, a mí no me parece bien dejarlo de lado.

El señor Román dobló el periódico y se acercó al teléfono. Descolgó y marcó una serie de números.

—¿Ya te has levantado? —preguntó—. Tu madre quiere saber qué te apetece que comamos hoy.

La señora Román miraba a su marido con los ojos muy abiertos mientras, con los dientes, se arrancaba pellejos del labio inferior.

—Ah, que has visitado el bar y hasta dentro de un rato no tendrás hambre —dijo el señor Román.

—Dile que en ese caso esperaremos, pero que no tarde mucho —apuntó la señora Román.

El señor Román colgó el auricular y regresó al sillón con su periódico. La señora Román cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y empezó a moverla.

Me sentí un poco avergonzado por espiar de esa manera a mis vecinos. Descolgué el aplique del techo y miré qué es lo que había instalado mal sin hacer caso a lo que pudiera ocurrir en casa de los señores Román. Cuando conseguí arreglar el fallo, me bajé del retrete, cerré el ventanuco y comprobé que la luz del baño funcionara correctamente antes de volver al salón. Aún me quedaban muchas cajas que abrir y muchos objetos por desembalar.

Un rato después, cuando estaba arreglando una de las varillas de la verja del pequeño jardín, vi cómo el hijo-león salía de la casa que estaba a mi izquierda. Con la cabeza erguida y el paso firme cruzó por delante de la mía y se dirigió a la que quedaba justo a mi derecha, la de los señores Román. Llevaba la melena húmeda, como si acabara de salir de la ducha, y un cigarrillo en la boca. Al llegar a la puerta de los señores Román sacó unas llaves y la abrió. Dio una última calada intensa a su cigarrillo antes de lanzarlo a un lado. Echó el humo dentro de la casa de los señores Román y entró tras él.

Corrí al interior de mi casa, entré en el cuarto de baño, me subí al retrete y abrí el ventanuco. En el reflejo del espejo vi al hijo-león caminar silencioso en círculo alrededor de los señores Román. Enseñó los dientes y soltó un gruñido.

—No te pongas así —le dijo la señora Román—, la comida ya está lista. Como no nos has dicho lo que querías, he preparado lo que más te gusta.

Se sentaron los tres a la mesa. La señora Román sirvió en los platos una fabada con chorizo y morcilla. El hijo-león metió la cabeza en el suyo y engulló su ración.

—¿Tú no comes? —le preguntó la señora Román al señor Román.

—Esta comida me da ardor de estómago —dijo el señor Román.

El hijo-león levantó la cabeza de su plato, los bigotes llenos de grasa. Miró al señor Román con desdén y luego miró a la señora Román. La señora Román le sonrió he hizo un gesto de hastío hacia su marido. El hijo-león le devolvió la sonrisa y metió de nuevo la cabeza en su plato.

El hijo-león terminó su comida mucho antes de que lo hicieran el señor y la señora Román. Sin emitir un solo gruñido, se levantó de su asiento, se dirigió a la puerta y se marchó.

—Pues esto es lo que hay de comer. Si te sienta mal, no te lo comas —le dijo la señora Román al señor Román.

Bajé del retrete de un salto y corrí a la cocina. Desde allí vería la casa del hijo-león.

Efectivamente. Lo vi llegar por la acera con su cigarrillo en la boca. Entró en su casa y se tumbó en el sofá. Encendió la tele. Al rato se quedó dormido con el cigarrillo en la boca. La ceniza estaba llegando casi hasta el filtro cuando se despertó de un salto. Empezó a rugir y a pasarse la pezuña por el hocico. Después se detuvo, tomó aire y lanzó un rugido estremecedor.

En ese momento comprendí porqué había encontrado aquella casa a tan buen precio.

—No vive con ellos porque fuma mucho y el señor Román es asmático, así que le compraron una casa vecina para tenerlo cerca —me dijo la camarera en mi segunda visita al bar del día.

—¿Por qué no adquirieron la mía? Está pegada a la suya.

—Yo también lo pregunté, pero el señor Román aprovechó un momento en que la señora Román bajó al servicio para decirme que no querían ver lo que el hijo-león hacía cuando no estaba con ellos y que, con una casa en medio, se ahorraban la posibilidad de caer en la tentación de mirar.

Le di un sorbo a mi café. La camarera se quedó un rato apoyada en la barra, pero como yo no dije nada más se marchó a limpiar unas mesas.

Al rato volvió.

—Míralos —me dijo señalando con un gesto el trozo de calle que se veía por el ventanal—, ahí están.

Miré hacia donde la camarera me indicaba y vi a los señores Román con su hijo-león andando en círculo alrededor de ellos. Durante un instante, el hijo-león dejó que la señora Román le acariciara la melena. Al rato, cansado de tanto sobeteo, soltó un gruñido y enseñó los dientes. La señora Román dio un paso atrás y encogió los brazos, pero continuó hablando al hijo-león en tono zalamero. El señor Román torció el gesto y se colocó amenazante ante el hijo-león. El hijo-león lo miró, dejó que, confiado, hinchara el pecho, y entonces le soltó un rugido que lo hizo tambalear. La señora Román gritó algo a su marido y después se arrodilló en plena calle para abrazar al hijo-león.

Por fin se sentaron a una de las mesas de la terraza. Salí del bar con mi café en la mano y me senté en una mesa cercana a la suya a fumarme un cigarrillo. Llegó la camarera y la señora Román pidió tres cafés. La camarera miró al hijo-león y, amable, le preguntó qué le había pasado en el hocico y cómo se había hecho ese quemazo.

La señora Román respondió airada antes de que el hijo-león pudiera hacerlo.

—Dice que esta mañana le pusiste el café demasiado caliente, tanto que se ha quemado la boca. Agradece que te conocemos y nos caes bien, porque podríamos ponerte una denuncia.

—Esta mañana el hijo-león no pidió café sino una cerveza.

—¡El hijo-león no bebe alcohol! —gritó la señora Román.

—Si el hijo-León dice que pidió un café y que se lo serviste tan caliente que se quemó la boca es porque sucedió tal como dice —dijo el señor Román—. El hijo-león no nos miente.

La camarera volvió al interior del bar y yo tras ella. Pasó detrás de la barra y comenzó a preparar la comanda. Me senté en el taburete.

—Tienen más hijos —me dijo la camarera—. Los señores Román —me aclaró—, tienen más hijos. Pero no son leones.

—¿Dónde están?

—Vienen a veces, cuando el hijo-león duerme. Se salieron del círculo, ¿sabes? El círculo ese que dibuja el león alrededor de los señores Román.

La camarera se agachó y la perdí de vista durante el segundo que tardó en reaparecer con varias bolsitas de azúcar en la mano. Las fue repartiendo en los platillos.

—Los otros hijos trajeron un domador, pero el señor Román dijo que su hijo-león no necesitaba ningún domador y que, en todo caso, él lo domaría. Pero no pudo domarlo. Entonces los otros hijos prepararon una jaula y un bozal para que el hijo-león no pudiera ni rugir ni atacar. Pero la señora Román dijo que su hijo-león nunca les atacaría, mucho menos a ella, y que a su hijo-león no le gustaba está encerrado. Después de eso, los señores Román obligaron a los otros hijos a meterse en el círculo que traza el hijo-león alrededor de ellos. Les dijeron que, si no lo hacían así, serían malos hijos. Unos hijos horribles. Durante un tiempo, los otros hijos estuvieron dentro del círculo. Luego, entrando y saliendo. Y, por fin, decidieron quedarse fuera. Los Señores Román dijeron entonces que los otros hijos los habían abandonado, que los habían dejado solos con el hijo-león. Pero los otros hijos volvieron, aunque se mantuvieron siempre fuera del círculo. Preguntaron qué más podían hacer. Los señores Román les dijeron que la única solución para que ellos dos fueran felices era que se metieran con ellos dentro del círculo que trazaba el hijo-león y se quedaran dentro, sin hacer nada más.

—¡Pero eso es una locura! —le dije a la camarera.

—Eso respondieron los otros hijos, ahí mismo, en aquella mesa.

Un grupo numeroso entró en el bar y la camarera fue a atenderlo. Yo aproveché para volver a casa. Al pasar junto a los señores Román escuché cómo la señora Román le repetía al hijo-león lo maravilloso que era. El señor Román, en silencio.

Esa noche vi cómo el hijo-león abandonaba su casa y lo seguí. Caminó con su cigarrillo en la boca unas cuantas manzanas hasta llegar a un bar de dudosa pulcritud. Entré un minuto después de que lo hiciera él. Luz oscura, música alta, otros leones paseando sus melenas. Alguna hiena. Incluso un chacal.

El hijo-león se mezcló con los de su especie. Se embadurnó en alcohol y en polvos blancos. Persiguió a una cervatilla que, confundida, había entrado en el local hasta hacerla llorar. Cuando logró escapar de sus garras llevaba una herida en el cuello y sangre en las piernas. El hijo-león sonreía y mostraba sus dientes. Los otros leones rugieron con él.

No quise ver más y me marché a casa. A la mañana siguiente me levanté temprano. El hijo-león llegó tambaleándose. El cigarrillo, en la boca. Abrió la puerta de su casa con dificultad y pasó al salón. Se tumbó en el sofá y se quedó dormido.

—Estamos esperando al hijo-león —me dijo la señora Román cuando, más allá de la una del mediodía, crucé por delante de su puerta—. Tiene problemas de insomnio y no debemos molestarlo. ¿Vas al bar de la esquina? En cuanto llegue el hijo-león, nosotros también iremos —añadió.

Sentí lástima por ellos. Estaban de pie en su puerta, con el abrigo puesto y el bolso en la mano mientras el hijo-león todavía dormía en su sofá lleno de ceniza.

—Antes de irte, ¿nos puedes hacer un favor? —dijo el señor Román—. ¿Puedes mirar qué está haciendo el hijo-león?

—Es muy bueno, de verdad. No te hará nada —insistió la señora Román.

—¿Se refieren al león que camina en círculo alrededor de ustedes?

—No es un león, es un «hijo-león», y no camina en círculo a nuestro alrededor. Nos acompaña —puntualizó el señor Román.

—Si usted lo dice…—respondí—. Pues mire, ahora mismo, después de pasar la noche fuera, está durmiendo la borrachera en el sofá de su salón. Pueden verlo ustedes mismos desde mi cocina —dije, y les invité a entrar en mi casa para que lo comprobaran.

—¡Está mintiendo! —gritó la señora Román sin moverse de su porche— El hijo-león es el mejor hijo-león del mundo.

—No hace falta que nos lo enseñes —dijo el señor Román—. Cuando llegue el hijo-león se lo preguntaré y te aseguro que me dirá la verdad. El hijo-león, a mí, no me miente.

Después de aquel invierno llegó la primavera, y después, el verano. En otoño ya me había acostumbrado a los rugidos del hijo-león, a la disociación de la señora Román y a la alarmante delgadez de su marido.

La policía llamó a mi puerta una mañana. Les invité a entrar. Me contaron que, de madrugada, el hijo-león se había comido a los señores Román y que después se había comido a sí mismo. Me preguntaron si había visto u oído algo extraño en el comportamiento de alguno de ellos durante los últimos meses.

Nada que hiciera prever que esto no pasaría, respondí.

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